sábado, 6 de junio de 2009

LA DOCENCIA COMO MISIÓN ESPIRITUAL


Oscar Capobianco es quien escucha a diario mis quejas, esperanzas, decepciones, broncas, alegrías, teorías y también el análisis de aciertos y fracasos que voy teniendo a diario en mi vida como docente.

Le agradezco que haya escrito para su página web esta nota, y la comparto con ustedes, ya que resume mucho mi sentir y mi pensar...
Aquí, y para todos...

"LA DOCENCIA COMO MISIÓN ESPIRITUAL":

Desde hace muchos años, el trabajo del docente empezó a ser insalubre y hasta peligroso. No basta con saber enseñar matemáticas, lenguaje, historia o geografía, entre otras materias. Hay que conocer defensa personal, para evitar la agresión con armas de algunos alumnos. Tener una mirada mucho más amplia que la que domina el ámbito del aula, donde puede estar controlada cierta disciplina, porque el conflicto en que viven muchos chicos está en todo el entorno de la sociedad que ellos integran. No se limita al hecho de compartir unas horas en la escuela, frente a un adulto que le impone reglas.
Cuando se encara la profesión de educador, debiera tenerse en cuenta que no es un trabajo más. No se trata de conformarse con el magro sueldo y hacerlo como quien atiende una verdulería. La docencia es una misión espiritual, no sólo cultural. Debe complementar (y nunca suplir, por supuesto), la guía de vida que, a esos niños y adolescentes, ya le estén ofreciendo sus padres.
Y allí surge una de las mayores carencias que sufre esta humanidad. Los padres están mal, tienen serias dificultades económicas, no tienen tiempo real para ocuparse durante el día de sus hijos por sus ocupaciones para subsistir. Otros, se desentienden, con el facilismo de creer que es tarea exclusiva de los maestros de grado. Hay un hueco que debemos cubrir con otro tipo de lectura sobre esta situación. Al elegir la tarea de enseñar, estamos comprometiéndonos, lo sepamos o no, a formar seres sanos, justos, útiles a sí mismos y luego, por carácter transitivo, a la sociedad o grupo humano que compongan. No es suficiente que sepan leer, escribir o resolver una cuenta. Deberán desarrollar su natural inteligencia, para convivir en un mundo hostil que no los escucha, que no los comprende, sin apelar al agravio y la violencia. Muchos de ellos, vienen a este mundo con una sensibilidad y una conciencia que no encaja en nuestros deteriorados valores. Por eso se rebelan, se niegan a cumplir mandatos que impone un programa de estudios porque no los representa. No son malos en esencia, sino se manifiestan duros, casi crueles, por la necesidad de subrayar su presencia. Se hacen notar, como pueden, frente a quien no los nota. Sólo ven a otro adulto que le pone notas, que lo amonesta.
Nos estamos equivocando desde la base. Y la responsabilidad no puede limitarse a los gobiernos y sus presupuestos destinados a la enseñanza, es de quien dirige un colegio o imparte una lección sabiendo que es anacrónica, que no le aporta, a ese niño, herramientas para este tiempo. Y seguimos siendo contradictorios. Les enseñamos computación para que tengan un elemento de investigación maravilloso, donde consultar cualquier dato histórico o científico y al mismo tiempo les exigimos que sepan de memoria, el día y el año en que nació Newton, o cuál es el diámetro de Saturno. Eso no los ayuda a vivir, los acobarda, les demuestra nuestra ineptitud como guías. El cambio que sugiero (y no soy el único) es menos contenido intelectual programado y más espiritualidad abierta. Esa es la misión del docente actual. El presente tiene chicos distintos y nosotros seguimos iguales.
Insisto y termino mi reflexión. El día que se tome a la docencia, desde el docente, como una misión espiritual, en la que escuchemos más y con el corazón (no con la tabla de Pitágoras en la mano) nuestros hijos recibirán el verdadero alimento para crecer como seres alegres y esperanzados. Con la base de nuestra ayuda, serán capaces de hacer su propio destino de éxito y se dignificará aún más la tarea del maestro. Cada chico es un universo a descubrir. No los unifiquemos como anónimos en una masa de sometidos. Así, sufrirán menos, y no seguirán ignorados o desdibujados en lo que dimos en llamar “el segundo hogar”. Un ámbito que hoy sólo parece una prisión distinta, con muchos involuntarios carceleros de delantal blanco, que sólo aspiran a sumar puntaje y cobrar un sueldo. Un buen maestro es una bendición y un ejemplo de amor para aplaudir. Creo en ellos.

Oscar Capobianco
07/05/09